viernes, 27 de marzo de 2009

INVITACION

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lunes, 23 de marzo de 2009

DULCE PONTE CANCION DEL MAR

MI MADRE EN MANOS DE MARTHA STEWART por elsa varela

En éste, mi mundo de lo que pudo haber sido y no fue, están, por un lado, Martha, la genuina, la más fiel y respetable imagen de la perfección del milenio; la anfitriona sin mácula, el último bastión de los pasteles de boda, las fundas bordadas y la pasta orgánica… y, por el otro, mi madre: la imperfecta.

De haber conocido a Martha, mi madre seguramente nos habría hecho homeschooling a nosotros tres; pero no sabía leer. Sin embargo, nos mandó a la escuela; no en un bus escolar ni en un BMW pero sí en su burrito Galeote. Y en vez de haberle puesto trapos viejos a la montura del asno, le habría tejido cojines con macramé del más fino hilo a los aparejos… o le habría improvisado una sombrillita con hojas de banano y maíz al pollinito. Quizás le habría tejido una trenza en la cola, o le habría colocado inciensos de musk o de opium en el anca a Galeote, cosa que habría mitigado, en mucho, los insufribles vahos que a menudo nos soltaba el jumento en la travesía.

Cómo me habría gustado presumir de mis dibujos en la puerta de la nevera, como hacían los hijos de Martha; pero mi mamá nunca tuvo nevera. Mis obritas de arte habrían quedado empapadas sin remedio con el agua que resumía la pared de la tinaja.

Estoy segura de que con Martha, mi madre habría convertido aquella falta de luz eléctrica, en una fantasía cromática de votivas martianas; que, también con la ayuda de esta encarnación de la gracia y la belleza, la nube de moscas bobas de creolina ―que eran sombra y aura de mami desde el amanecer―, habría sido espantada con popurrís de las más exquisitas fragancias. Sin duda habría aprendido a diseñar, no sólo en botellas vacías y en cáscaras de huevo, sino hasta en las escamas de pescado ―porque, en la casa de mi mamá, vendían pescado de lunes a viernes.

Dos tijeretazos habrían bastado para que en un ataque de X-treme make-over, la emperatriz del estilo hubiese convertido la larga y frondosa melena de mi madre, en mil réplicas de indiecitas chimilas en miniatura. Podríamos haber celebrado las navidades con tarjetitas brillantes, con cintas y angelitos tornasoles que escudasen un inmenso arbolito, atiborrado de guirnaldas y luces cantarinas; pero no. A mamá lo único que se le ocurría, en la navidad, era exhibir ―encima de una pila de piedras y un lío de pajitas secas―, a un niñito desnudo en un rinconcito de la sala, ¡tan montaraz, la pobre!

Mi padre nunca la habría dejado sola, porque, arrobado con tanta pulcritud, al ver que ella nos hacía dormir en una hamaca, para que las camas no se arrugasen; o al oír ―de labios de ella misma―, la verdadera razón por la que sirviera los panes, no en bandejas ni en cestas, sino en los mismos nidos de los pájaros («¿Te das cuenta, Rosendo, de lo natural que lucen?»); él se habría quedado. Juro que ya en el umbral de la puerta, maleta en mano y sacudiéndose los zapatos, mi padre habría sucumbido ante aquel tapete confeccionado con semillas de mango y majagua seca. Sí, allí, en aquél cotudo tapete, se habrían hecho trizas sus ínfulas y sus pretensiones machistas, y ahora nosotras no estaríamos así. Y es aquí donde a mí más me duele que mami no haya conocido a Martha. ¡Mira que dejar ir a papá por el simple hecho de haberse casado con otra!

Todo lo que había en el jardín de la casa se habría aprovechado, ¡todo! Porque mami tenía un jardín que, nunca fue el producto de una selección de semillas, como lo hace la diva doméstica, sino el trabajo incesante de una bandada de pájaros vagabundos que merodeaban por el patio. ¡Si Martha los hubiese visto! Estoy segura de que ella habría convencido a las avecillas a desdeñar aquellas semillas tan silvestres, que las habría conducido hacia el norte, en dirección de las hydrangea paniculata, los crisantemos u otras flores de más prestigio. Porque en verdad, ¿qué puede saber un pájaro… y qué gracia puede tener un jardín, sin la delicada intromisión de Martha Stewart?

Por artes de la sultana del trapo y del cartón, mami me habría enseñado a decorar mis blue jeans con parches de vintage, y ―claro está, de haber tenido zapatos―, me habría hecho maestra en eso de forrar cajitas que, aunque no sirvan para nada, dan una satisfacción enorme. También gracias a ella, mamá me habría indicado cómo seleccionar los ingredientes más frescos para esas recetas sofisticadas con camarón scampi y todo ese cuento. En fin, mamá se habría apropiado de todos los secretos de la deidad suprema y me los habría transmitido a mí. Y a estas alturas, yo habría sido el arquetipo del ama de casa entregada a la pasión de hacerlo todo a mano, con lo más económico del mercado ―por supuesto―; o simplemente, con material reciclable porque no es nada chic seguir contaminando.

Y es que en el espejo de mi infancia se reflejan siempre varios rostros; pero ninguno es el de Martha, ¡qué desdicha! Porque de haberla conocido, mi madre habría aprendido, inclusive, que, tirados al azar por un par de días, en cualquier pared, la leche cortada con un poquito de chocolate y aguarrás, logran ese efecto antiguo de los templos griegos… poco probable, sí, porque la casa de mamá era de palma y bahareque.

A veces, cuando me deprimo, pienso en mamá ―por supuesto, inmersa en el mundo de Martha―, y las veo compinches a ellas dos; sentaditas, una frente a la otra en la mesa de escamar pescados, planeando la fiesta de quince años de mi hija Ana. Ocupaditas puedo ver a mis dos heroínas, impresionando a los invitados, con esas dotes de perfección que sólo la diva del candelabro es capaz de concebir. Y Martha dice «recuerditos», y salta mamá con un par de tusas hendidas; y sin pérdida de tiempo, navaja en ristre, la maga verdi-azul le saca un bocado cuadrado a la media tusa, al tiempo que grita embriagada de emoción: «Yeah, a portrait!» y mi mamá que mira para ambos lados, confundida, creyendo que es alguien que ha llegado a comprar pescado. Todas estas ideas me cambian momentáneamente el estado de ánimo. Pero mi madre no conoció a la Stewart, y yo he tenido que aceptar que, con mami, se acabó el glamour y que, en consecuencia, nunca tendrá razones suficientes para ir a dar a la cárcel… Ahora ella tiene que aguantar esta insistencia mía en que no siga limpiándose las manos en la falda; que ya no es necesario deshuesar el pescado a mano limpia; que para eso hay servilletas blancas, pespunteaditas con hilo de oro y borlitas en cada esquina, como ésas que venden en K-Mart.

Mamá seguirá siendo imperfecta, mucho más ahora que se ha empeñado en regresar a Guamal, donde, de seguro, está haciendo chistes con mis tías (aquí entre nos, no sin una pizquita de alarde), de este lifestyle que le cuesta tanto asimilar.