jueves, 30 de abril de 2009

CIRUGIA VERBAL AL ALCANCE DEL WANNABE


Todos, antes de ser "lo que" somos, en algún momento de nuestras vidas y con desmedido fervor, hicimos más de una imbecilidad con el propósito de parecer ser. Es decir, sin excepción, cada uno nace con un wannabito adentro. Y aunque éste nunca muere, ―afortunadamente, para algunos―, su fase es pasajera y termina cuando agoniza la ilusión y nace la idea. Para los arribistas y los nuevos ricos, grupitos que se abultan girando en sus propias órbitas, el wannabe state of mind es difícil de erradicar.

La comida, la ropa y ―ah, no me diga que no―, la gente y sus palabras, necesitan airearse para no descomponerse. No hay un solo aburrido que, ya sufriendo en carne propia el eco del tiempo y sus estragos, pueda resistirse al baño de vitalidad que infunde el simple uso de una palabrita nueva. Los analgésicos del yo, esos vocablos que maquillan la cara más dura de nuestra realidad, listos siempre en la punta de cualquier lengua, obran magias en nuestra desolada humanidad. Y sorprenden, tanto por la forma en que proliferan y se esparcen en distintos estratos sociales, como por la facilidad con que encuentran caldo de cultivo entre los wannabe.

Esta especie tan interesante se suscribe a boletines, postea en foros, hace contactos, se hace tatuajes, perforaciones y hasta utiliza herramientas que le sirvan para aprender a ser igual a las personas que admira. Y dado que defiende una bandera prestada, rebautiza casi todo intentando ponerle nueva cara a un mismo e inmutable dolor: la insatisfacción. En este orden de cosas, el wannabe no se estira las arrugas con laser: elimina sus líneas de expresión. ¡Y uno pensando que las líneas de expresión eran los primeros trazos de las letras! Tropezamos así con las patéticas e irreconocibles sexagenarias wannabe que nos confiesan ―con una sonrisita torcida―, que dieron con un médico que hace milagros con sus "arreglitos". Estos médicos ―también wannabes―, afinan diagnósticos y proporcionan la asepsia necesaria que hurta y sustrae información al paciente-cliente y lo libera de la tan indeseada realidad: la vejez. Es de ahí de donde salió la tan famosa y usada: “Te ves espectacular”.

La práctica de esta suerte de cirugía verbal es efectiva para todo tipo de trastorno del wannabe. El drogadicto, por ejemplo, es un ciudadano casi ejemplar y productivo si el terapista maquilla el diagnóstico con un: usuario de sustancias adictivas. Lo mismo sucede con el aborto; médico y paciente, automáticamente liberados de culpa, llegan directo al cielo, si en vez de esa palabra tan fea y dolorosa, rebautizan el procedimiento como: la interrupción voluntaria del embarazo.

Inundar la blogosfera posteando hipervínculos con hipertextos que hacen resonar los poderes explosivos de la palabra en la pantalla, no es dominio exclusivo del ipod generation. Los wannabes están en todas; no se pierden una y aparecen siempre en el mismísimo centro del impacto. Por eso cuando salen reventados en un choque, los abogados los rebautizan con un atenuante no menos alentador, metiéndolos en el saco de los: daños colaterales.

Existe, sin embargo un tipo especial de wannabe al que quiero referirme en particular: el wannabe filósofo. Son ésos que leen dos libros (no completos) y ya quieren saberlo todo; al punto de ofrecer tutorías sobre la forma absurda en la que funciona el mundo. Se sienten superiores y por ende se aíslan, haciendo contacto solamente cuando les dan la oportunidad de acotar alguna frase célebre de un apestoso existencialista anacrónico. Los rostros confundidos de la gente les sirven, además, para afianzar el falso desconsuelo de sentirse absolutamente incomprendidos.

Parientes cercanos de los wannabes son en Argentina los lámer y en Colombia los mañé. Seres que aspiran a ser algo sin saber mucho del área en que quieren involucrarse. Así, un mañé puede convertirse en el verdugo de un acto terrorista, aniquilar a un centenar de inocentes y al mismo tiempo sentirse orgulloso, porque lo que hizo detonar fue una bomba inteligente. O colaborar en una bestial carnicería, una vez que se la hayan pintado como una labor de higiene, participando en una matanza racista que le han vendido como una limpieza étnica. Porque de eso sí no hay duda: los wannabes son bastante pulcros.

Elsajvarela

miércoles, 22 de abril de 2009

Santiago al amanecer


Loca, inexperta, muy joven y, por supuesto, enamorada (palabras que sólo juntas cobran sentido), me casé, crucé el cielo andino y fui a parar a Santiago de Chile, un 6 de abril que jamás olvidaré. Entonces, yo conocía del mundo sólo ese pedacito que le regalan a uno los libros.
Alentados, yo, por la oportunidad de estudiar idiomas, mi esposo, por su inminente entrada como investigador en la Universidad de Santiago, y un tanto más por la belleza de aquel país, decidimos quedarnos a vivir allí. Pronto advertimos la convulsión social que vivía el país austral. Seis periódicos anunciaban diariamente el desmoronamiento del intento socialista. Disfrutamos, es cierto: las comidas, festivales de cine internacional, libros baratos, viajes a Viña, a Valparaíso; incluso, recogimos “voluntariamente” choclos en las afueras de Santiago.
Nuestro aspecto físico nos hizo merecedores de un particular apodo que, por el tono en que era dicho, a todas luces sonaba peyorativo: “los cubanos”. ¡Cuán equivocados estaban los chilenos! Éramos una colombiana y un venezolano, igualmente equivocados.

La polarización y el miedo del pueblo chileno se evidenciaban en todos los rincones de la capital. Tanto, que un día mi profesora de Francés me dijo: “Yo duermo sentada al lado de la ventana, poncho al hombro, lista para lanzarme al vacío cuando anuncien el golpe”. Y mi esposo repetía a diario: “A estos chilenos les van a cambiar la historia y los van a coger dormidos”.
Y así fue. A las 8:00 de la mañana del 11 de septiembre se despertó Santiago y nosotros, bajo el tableteo de la metralla y el bombardeo del palacio de La Moneda.
¿Qué podían hacer dos “cubanos” en aquellas circunstancias? Tirados en el suelo esquivando balas conjeturábamos, cuando un comunicado de radio destrozó nuestros planes. «Se ordena a los extranjeros que hayan entrado al país durante el gobierno de Salvador Allende, presentarse a la comisaría más cercana.» No podíamos hacer caso al comunicado; nuestro estatus migratorio nos llevaría directo al Estadio Nacional. Dados los alarmantes informes de radio, decidimos solicitar asilo a nuestras embajadas. La embajada venezolana nos acogió, y a las 10:00 a.m. contra todo riesgo, nos dispusimos a llegar allí.

Y salimos. Vivíamos a seis cuadras del palacio de La Moneda pero la embajada venezolana estaba a unos 15 kilómetros de allí aproximadamente. Vimos de todo en el recorrido: quema de libros, colchones disparados por las ventanas, gente corriendo con maletas, militares golpeando mujeres con niños en los brazos, heridos, muertos… Y nosotros caminando, deteniéndonos, ―cada uno en una acera haciéndonos mutuas señales para seguir―, escondiéndonos detrás de los árboles. Ya exhaustos, como a las 6:00 de la tarde, divisamos el edificio donde vivía Jorge, un amigo venezolano y su amiga chilena. Tocamos a su puerta y, con la promesa de que saldríamos al día siguiente al amanecer, nos dejaron pasar la noche allí. Ellos también temían un allanamiento.

Al amanecer del 12 de septiembre el humo de la metralla y los gritos de la gente, imposibilitaban cualquier intento de salida. Jorge, compadeciéndose de nosotros, ofreció llevarnos en su carro hasta la embajada. Salimos al oscurecer; y aún así, fuimos detenidos dos veces por los militares. Pudimos escapar de un par de ametrallamientos. Pero el aproximarnos a la embajada, advertimos que estaba rodeada de cañones. Rafael Caldera, el presidente venezolano de turno, había ordenado izar la bandera a media asta en señal de duelo por la muerte de Allende, y esto, Pinochet lo había considerado una ofensa. No era nuestro día de morir. Llegamos a la embajada justo cuando se abrió la puerta del garaje para darle entrada al auto del agregado cultural de venezolano que, manoteando desesperadamente, ordenaba subir la bandera. Detrás entró el carro de Jorge.

Certero


Un machetazo
abre en dos el lomo del silencio
y abanicándose en la hoja,
un eco repite: ¡Ay!

sábado, 11 de abril de 2009

El lenguaje del socialismo del siglo XXI


El poder de la palabra creadora, reservado hasta ahora a la Divinidad: «Hágase la luz», y la luz fue hecha, vendría como anillo al dedo a muchos políticos que, hasta hoy, creen que cambiando la estructura económica modifican en consecuencia el arte, el derecho y, en suma, la mentalidad de un país.

«Cambiemos las palabras, y cambiarán las cosas», parece decir la nueva alternativa al capitalismo, y como de manos del mago sale el conejo del sombrero, surge un discurso de múltiples lecturas: “El lenguaje del socialismo del siglo XXI”, cuyas palabras, frases y a veces oraciones generan, no solo la ilusión de prosperidad y el fin de la injusticia social express, sino un argot que, como por generación espontánea se multiplica y resulta tan ambiguo como irresponsable.

Aceptar este lenguaje como veraz sería tan temerario como reconocer la hipótesis Sapir‑Whorf, según la cual toda lengua conlleva una visión específica de la realidad y que, por tanto, determina al pensamiento.
Si así fuera, el lenguaje corregiría las mentalidades y cambiaría la realidad. Por esta vía nosotros, las minorías, obtendríamos la prosperidad, con un simple: “Háganse los derechos civiles” de uno de los miembros del Olimpo izquierdoso de nuestra era.

No trataré aquí la perífrasis abstracta que propone el eufemismo para lograr que el despedido (botado) acepte su nuevo estatus social, casi con una sonrisa y un “gracias”, cuando se lo disfrazan con reajuste laboral; o de la frase políticamente correcta, no. La corrección política en la que chocan frontalmente dos principios fundamentales de la lingüística: la arbitrariedad del signo y la distinción entre lengua y habla, tampoco es lo que atañe ahora. Esto es harina de otro costal. Me refiero a algo mucho más subliminal, más torpe y menos sensible. Hablo de un lenguaje urdido, diseñado y preparado en gabinetes, centros de información y propaganda; un lenguaje que se factura en los medios y se esparce a través de las agencias de prensa. Es algo que va más allá de la simple retórica acompañada de gestos y escudada por la grandilocuencia dramática y los lugares comunes; aquí subyace una voluntad ideológica que sirve más de un propósito.

Cuando de la noche a la mañana escuchamos llamar ''desposeídos'' a los pobres; como si alguien les hubiese quitado lo que les pertenecía, lo que oímos es un eco, es: “el lenguaje del socialismo del siglo XXI”. Y digo eco, porque se trata de un deja vue. Es un fenómeno que da vueltas en la historia con pocas señales de desaparición. Hace aproximadamente 46 años Fidel Castro impresionó a las masas con su ya lapidaria ''Patria o Muerte'', una frase que, no por coincidencia, suena a calco del lema de los falangistas europeos: ''Viva la Muerte''. ¿Qué es esto Fidel, el culto a la guadaña o el neofascismo a la caribeña?

Llama la atención observar como ahora el transporte ineficaz, lo es menos si a Hugo Chávez se le antoja decir que el sistema automotor ha “colapsado”, como si el verbo colapsar fuera un atenuante del caos. A los medios de transporte los ha convertido en “unidades”; lo que hasta hace poco era súper, lo califica ahora como “mega” y a cualquier cambio lo bautiza “proceso”. ¿Será por la lentitud a que están condenados?
Cuando Rafael Correa habla de “soluciones inconclusas” en su propuesta de “Revolución ciudadana para volver a la patria”, ¿qué es lo que cree? ¿Qué los ecuatorianos se están chupando el dedo? “La política de la alegría y la esperanza de la juventud” que mencionó en Quito en su “Discurso de Lanzamiento Alianza País”, se acerca más al slogan propagandístico de una crema para las arrugas que a una propuesta seria. La patria a la que invita Correa es una “Patria altiva y soberana”. ¿Acunará en su seno a todos los ecuatorianos?

Más al sur Evo Morales coquetea con los abanderados del “giro a la izquierda” de América Latina. No podemos negar que el abanico semántico se abre en Bolivia y propone nuevas lecturas. Cuando Evo dice “Los recursos naturales no se pueden privatizar porque son propiedad del pueblo y el pueblo es la voz de Dios”. ¡Ay, Dios mío! Aquí sí que hay tela que cortar. Para empezar, ¿qué hace aquí la izquierda? Ningún indígena necesita ni a Marx ni a Lenin para darse cuenta de que es explotado. En la cosmología aymara no se concibe la Naturaleza como blanco de explotación. La Naturaleza en el vocabulario indígena es “la tierra” y ésta no debe ni puede medirse o venderse por metros cuadrados. La tierra es un vocablo cargado de sentidos, que toca un poder casi divino y escapa a la matriz colonial del poder, al racismo, la violencia, el sufrimiento y la explotación. En la cosmología occidental, después de la revolución industrial, el agua y los hidrocarburos se convirtieron en “mercancías”. Para los indígenas de América los recursos naturales, son derechos de las personas que habitan en y son habitadas por la Naturaleza. Me pregunto si Evo será capaz de adaptar este lenguaje a la jerga del socialismo del siglo XXI para complacer a Huguito.

El socialismo del siglo XXI, en su esfuerzo por tropezar una y otra vez con la misma piedra, no solo nacionaliza empresas, destruye la propiedad privada, manipula monedas, controla precios, distorsiona mercados, ideologiza la educación, insulta a la religión y concentra poderes, sino que elimina cualquier posibilidad de estado de derecho. Pero algo más que quemar banderas y mentarle la madre a los policías, requiere el mundo para cambiar. El carnaval sin sentido que hace admirable la brutalidad y donde al que mata es al que se le "respeta", parece ser el “modus operandis” del socialismo del siglo XXI. Tanto libro, tanta labia, tanta estupidez para terminar tirando piedras, balas y bombas; y luego llorar como nenas por las aceras, porque les devolvieron lo mismo, pero sin piedras. Hay que ser muy infantil para creer que una pedrada puede cambiar algo. Igual sucede con una porción considerable de seguidores del Islam que considera la "jihad" una guerra santa y legítima.

A la humanidad le costó cien millones de muertos el venerado socialismo del siglo XX que retrasó a todos los países que lo padecieron en el terreno económico y condenó a muchos millones más a una muerte lenta pero segura, bajo el terror de la represión, el hambre, las carestías perpetuas, la sequedad intelectual y el aislamiento cultural. Cuando cayó el telón en la Europa del Este, dejó a la vista del mundo los resultados del socialismo real, es decir, la resonancia del poder en manos del Estado. “El Estado es el lugar donde a la muerte lenta del hombre le llaman vida”, dijo un pensador del siglo XIX. Lenin, Stalin, Mao, Pol Pot y Adolfo Hitler se encargaron de darle la razón el siglo siguiente. Y para que no olvidemos esta lección, supongo que una vez sembrado el cadáver insepulto de los cubanos, cuando por fin caiga el telón en la isla, las cifras del régimen en muertos, encarcelados y exiliados, harán proponer la canonización de Pinochet. ¿Será que los sudamericanos somos políticamente tan timoratos como para atrevernos a resucitar tal infamia en el siglo XXI?

Solo tendríamos que echar un vistazo a las dos Alemanias, las dos Coreas, Tailandia, Indochina, Birmania y mirar con atención a las dos Europas, para descubrir países en los que el árbol del progreso y el bienestar se resiste a dar frutos, aplastado como está por la hoz, perdón, coz del monstruo de cachuchita roja. No existe en la historia de la humanidad un solo modelo socialista que haya logrado el milagro de sacar a sus habitantes de la pobreza, que haya hecho avanzar a la ciencia y a la tecnología y, ni se hable aquí de haberle ofrecido libertad de creatividad a sus científicos, ingenieros o artistas.

En tiempos en que Norteamérica y Asia Oriental se aproximan al liberalismo, en América Latina los marxistas encarnizados forman un coro desafinado con los mercantilistas más cavernícolas de la región para denunciar, como noticia de último minuto, que el “neoliberalismo” y el libre mercado son los causantes de todos los males, ignorando que la pobreza existía antes de la aparición del cacareado “neoliberalismo”.

En tal perspectiva, el mundo actual se mueve al ritmo de un discurso neofascista cargado de alusiones y entredichos; de un derroche verbal que dice muy poco y provoca, cuando no el desconcierto, un asombro ingenuo que le otorga a sus emisores una facultad superior de inteligencia. Llamemos las cosas por su nombre. No se trata ni de exigir más hechos y menos palabras, ni de aceptar como inteligente un comercio verbal acomodaticio. Se trata de no adulterar el lenguaje, pues la verdad no requiere de muchas palabras. Tuve un profesor de historia que tenía un modo especial de explicar las cosas. Un día tomó mis brazos y los extendió en cruz ―como los de Jesucristo―, y mientras los empujaba hacia atrás me decía: “las extremas cuando son muy extremas, al final se juntan”. Y era verdad, porque cuando terminó la frase, ya mi mano derecha había tocado la izquierda y estaban en posición de aplauso; por detrás, claro.

lunes, 6 de abril de 2009

LA ETERNIDAD ESTA PLAGADA DE FANTALMAS


El universo es un sueño de las almas y éstas, rehenes como son de la eternidad, ni se desgastan, ni perecen. Dicho en casero: “El cuerpo se acaba, el alma es inmortal, eterna”. Pero la eternidad es tiempo en sucesión y, al parecer, todas hemos estado aquí desde siempre, soñando el universo, huérfanas de memoria. Resulta que estamos hechas de materia intangible, que nuestra única sustancia es el olvido. Entonces somos poco menos que fantasmas; fantalmas, diría yo. Y si el cuerpo se acaba y el alma es olvido, ¿qué pierde el universo si falta un “fantalma”?

El olvido se encargó de borrarnos el file; por eso ningún fantalma sabe quién es. Gracias a Dios, porque el olvido, hasta hoy, mantiene esa condición de inconmensurable que nos hace intocables e irremediablemente únicas y fantasmagóricas.

Hasta hace muy poco existían los no comprables, como la dignidad, la fe y el tiempo. Que se cuide el universo, digo yo. Porque, si del modo en que hoy compramos 10 ó 20 dólares de minutos, tuviésemos la posibilidad de comprar o vender, ya fuera por metros, kilos o litros, trocitos de olvido, ¿qué sería de nuestra pobre fantalma mañana? Seguramente recuperaría la memoria y, con tan desventajoso trueque, correríamos el riesgo de desaparecer para siempre. Si esto sucediera, entonces no habría quien soñara el universo, de lo cual se concluye que habría que reinventar la eternidad. Afortunadamente, mientras el olvido no sea materia de consumo, el universo seguirá en nosotras, las desmemoriadas; las fantalmas que, olvidando quiénes hemos sido, inventamos a diario el universo.

viernes, 3 de abril de 2009

ASI ES LA VIDA

Del rosario de muletillas que usamos a diario, ninguna tan eficaz e inofensiva como: “así es la vida”. A veces se nos escapa un solapado y sarcástico “c’est la vie”. Pero el idioma no importa, siempre tiene el mismo efecto: Nos salva de incómodos compromisos, evita empañar la atmósfera con opiniones de doble punta y a nadie le parece que estábamos saliendo del paso.
“Así es la vida” es la multiusos y tiene sus variantes. Sirve tanto para abrir como para cerrar temas. “Fíjate lo que es la vida…” y el cuento empieza. “Claro, porque así es la vida”, y ahí muere el cuento, cerrando con esto el paso a cualquier argumentación. Viene tan a pelo en esas conversaciones intrascendentes en las que, sin darnos cuenta de que era la muerte el tema, soltamos un inofensivo: “cómo es la vida, ¿no?”
Supe de un vecino que decía tener 30 cajas llenas de todas las “mierdas” que su convaleciente esposa había acumulado durante años: Muñequitas de porcelana, sombreritos de paja, mascaritas chinas, gallitos cantarines, camafeos y una muestra variopinta de flores plásticas que el vecino tenía a la venta en su garaje, adelantándosele a la muerte de su cónyuge. El vecino murió ayer y su esposa ha vuelto a colocar todas sus “mierdas” en su santo lugar. “Qué cosas tiene la vida, ¿no?”, dije yo. Y ni se imaginan el discurso que me ahorré.

CON LAS MANOS EN LA MESA Por: Elsa J. Varela

Le ofrecí la mano pero dudó, y sonriendo apuntó: «Es que… quien da la mano, da lo mejor de sí» Por eso precisamente le ofrezco la mía, le dije. Y extendiendo la suya, dijo: «Entonces, juntemos a las dos mejores desconocidas». Así conocí a Zunilda, «Zuny, para los que me quieren»; una emigrante colombiana de manos muy pequeñitas, que llegó a Nueva York a mediados de los 70.
Comenzó a trabajar maquillando muertos en el Bronx, me dijo. Que fue un poco difícil al principio, pero «…a todo se acostumbra uno, niña, hasta a la muerte”. Al parecer hizo de todo “apretando botones”. Porque según ella, en este país no se utilizan las manos completas para casi nada, que el índice y el pulgar son las varitas mágicas del quehacer de nuestro tiempo y agrega juguetona: «Para sacar dinero del ATM, con un solo dedito basta; un dedo para hablar por el celular, uno para el elevador y con otro en el mouse, la Internet nos lleva de viaje a sitios inverosímiles. Entonces me habló de la diferencia. Porque Zuny asegura que sólo hay dos clases de trabajadores: los aprieta-botones y los artesanos, es decir, los creadores. «…pero eso de apretar botones, mi hijita, cansa» Le pregunté qué era lo que había apretado tantas veces que le despertó la creatividad, y me respondió que el fracaso. «Me cansé de fracasar haciendo cosas mecánicas». Que trabajó en una fábrica de juguetes, donde tenía que meter las cabezas de las muñecas en un horno gigantesco; pero como era una neófita, apretó el botón equivocado y el horno se abrió y le quemó todas las pestañas. También me confesó que había hecho chalecos salvavidas para aviones, que había empacado carne y montado espejitos, pero todo utilizando, cuando más, dos dedos; es decir, apretando botones.
Ya Zuny temía que sus manos se atrofiaran por desuso, cuando le dieron trabajo en una joyería. Sintió que tocaba el cielo con las manos. «Allí pude darle rienda suelta a este par, porque, usted sabe, siempre he tenido unas manos muy inquietas. En la joyería que era una especie de tienda-taller donde se elaboraban piezas de bisutería, accesorios para tiendas grandes como Macy’s, Bloomingdale’s, etc., aprendió de todo. Zuny veía a aquellas mujeres adornando correas, pintando zapatos, haciendo collares, decorando sombreros y todo eso le llamaba muchísimo la atención, le picaban las manos, según ella.
Aprendió a usar los alicates planos, los circulares; ésos que le dan la vuelta a las argollitas de los collares; los distintos tipos de tijeras y alfileres. Se hizo diestra en la inserción de los eye-pin, que son los alfileres de ojo y los otros, los head-pins; o sea, los de cabeza. También manejó los corta-alambres y todo tipo de cerraduras y pegamentos; montó piedras semipreciosas y, de vez en cuando, se atrevió a hacer piezas para su uso personal que, para su sorpresa, despertaban la admiración del público.. «Así que cuando me jubilé preferí quedarme con las manos en la mesa; poco a poco compré mis herramientas, monté mi propio tallercito y me dediqué a la bisutería».
Ahora hace trabajos por encargo: réplicas de piezas antiguas, tiaras, prendedores, argollas, diademas, peinetas, de todo. Trabaja con cuarzo, cuero, metal, plástico, cristal, madera, semillas y barro. Los clientes dejan todo en sus manos, van a su taller con fotografías y recomendaciones específicas: «Mira, Zuny, ¿ves esta pieza? Yo la quiero igualita, pero no en metal, házmela a mí en madera y semillas»
Comprendí sus palabras iniciales. ―Porque si usted se pone a ver, me dijo, las cosas más importantes y las más terribles, tienen que ver con nuestras manos. Según Miguel Hernández, las manos son las herramientas del alma, comenté yo, como para congraciarme con ella. Pero enseguida me dijo que ella no sabía quién era ése; e insistió en que lo mejor que tenemos son las manos, porque para ser hipócritas, las besamos; y para rogar, las juntamos. ―Pero también somos capaces de ponerlas al fuego por un amigo―, acoté yo. Y de inmediato se apresuró a ripostar: «Pero también nos delatan. No en balde lo descubren a uno cuando se las leen: son nuestro diario más íntimo». Es cierto, le dije, y ya sin saber dónde poner las mías, agregué: O las ponemos a bailar para despedirnos. «Ah, sí; y hacemos con ellas la señal de la cruz, pero después nos las lavamos, como Pilatos». Entonces, como para buscarle la lengua, le advertí que lo peor que podía sucederle a uno era que lo pillaran con las manos en la masa. Me dio una palmadita en el hombro y me dijo: «No, no, pero hay una peor que esa» ¿Peor, cuál? Le pregunté intrigada. «Ah, cuando nos dicen: “Arriba las manos” y nos quitan todo; como me pasó a mí no hace mucho. Y lo que más me duele es que la mano de piezas que me quitaron eran piezas únicas y legítimas, hechas por mí, con todos los dedos de mis manos».