miércoles, 22 de abril de 2009

Santiago al amanecer


Loca, inexperta, muy joven y, por supuesto, enamorada (palabras que sólo juntas cobran sentido), me casé, crucé el cielo andino y fui a parar a Santiago de Chile, un 6 de abril que jamás olvidaré. Entonces, yo conocía del mundo sólo ese pedacito que le regalan a uno los libros.
Alentados, yo, por la oportunidad de estudiar idiomas, mi esposo, por su inminente entrada como investigador en la Universidad de Santiago, y un tanto más por la belleza de aquel país, decidimos quedarnos a vivir allí. Pronto advertimos la convulsión social que vivía el país austral. Seis periódicos anunciaban diariamente el desmoronamiento del intento socialista. Disfrutamos, es cierto: las comidas, festivales de cine internacional, libros baratos, viajes a Viña, a Valparaíso; incluso, recogimos “voluntariamente” choclos en las afueras de Santiago.
Nuestro aspecto físico nos hizo merecedores de un particular apodo que, por el tono en que era dicho, a todas luces sonaba peyorativo: “los cubanos”. ¡Cuán equivocados estaban los chilenos! Éramos una colombiana y un venezolano, igualmente equivocados.

La polarización y el miedo del pueblo chileno se evidenciaban en todos los rincones de la capital. Tanto, que un día mi profesora de Francés me dijo: “Yo duermo sentada al lado de la ventana, poncho al hombro, lista para lanzarme al vacío cuando anuncien el golpe”. Y mi esposo repetía a diario: “A estos chilenos les van a cambiar la historia y los van a coger dormidos”.
Y así fue. A las 8:00 de la mañana del 11 de septiembre se despertó Santiago y nosotros, bajo el tableteo de la metralla y el bombardeo del palacio de La Moneda.
¿Qué podían hacer dos “cubanos” en aquellas circunstancias? Tirados en el suelo esquivando balas conjeturábamos, cuando un comunicado de radio destrozó nuestros planes. «Se ordena a los extranjeros que hayan entrado al país durante el gobierno de Salvador Allende, presentarse a la comisaría más cercana.» No podíamos hacer caso al comunicado; nuestro estatus migratorio nos llevaría directo al Estadio Nacional. Dados los alarmantes informes de radio, decidimos solicitar asilo a nuestras embajadas. La embajada venezolana nos acogió, y a las 10:00 a.m. contra todo riesgo, nos dispusimos a llegar allí.

Y salimos. Vivíamos a seis cuadras del palacio de La Moneda pero la embajada venezolana estaba a unos 15 kilómetros de allí aproximadamente. Vimos de todo en el recorrido: quema de libros, colchones disparados por las ventanas, gente corriendo con maletas, militares golpeando mujeres con niños en los brazos, heridos, muertos… Y nosotros caminando, deteniéndonos, ―cada uno en una acera haciéndonos mutuas señales para seguir―, escondiéndonos detrás de los árboles. Ya exhaustos, como a las 6:00 de la tarde, divisamos el edificio donde vivía Jorge, un amigo venezolano y su amiga chilena. Tocamos a su puerta y, con la promesa de que saldríamos al día siguiente al amanecer, nos dejaron pasar la noche allí. Ellos también temían un allanamiento.

Al amanecer del 12 de septiembre el humo de la metralla y los gritos de la gente, imposibilitaban cualquier intento de salida. Jorge, compadeciéndose de nosotros, ofreció llevarnos en su carro hasta la embajada. Salimos al oscurecer; y aún así, fuimos detenidos dos veces por los militares. Pudimos escapar de un par de ametrallamientos. Pero el aproximarnos a la embajada, advertimos que estaba rodeada de cañones. Rafael Caldera, el presidente venezolano de turno, había ordenado izar la bandera a media asta en señal de duelo por la muerte de Allende, y esto, Pinochet lo había considerado una ofensa. No era nuestro día de morir. Llegamos a la embajada justo cuando se abrió la puerta del garaje para darle entrada al auto del agregado cultural de venezolano que, manoteando desesperadamente, ordenaba subir la bandera. Detrás entró el carro de Jorge.

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