sábado, 11 de abril de 2009

El lenguaje del socialismo del siglo XXI


El poder de la palabra creadora, reservado hasta ahora a la Divinidad: «Hágase la luz», y la luz fue hecha, vendría como anillo al dedo a muchos políticos que, hasta hoy, creen que cambiando la estructura económica modifican en consecuencia el arte, el derecho y, en suma, la mentalidad de un país.

«Cambiemos las palabras, y cambiarán las cosas», parece decir la nueva alternativa al capitalismo, y como de manos del mago sale el conejo del sombrero, surge un discurso de múltiples lecturas: “El lenguaje del socialismo del siglo XXI”, cuyas palabras, frases y a veces oraciones generan, no solo la ilusión de prosperidad y el fin de la injusticia social express, sino un argot que, como por generación espontánea se multiplica y resulta tan ambiguo como irresponsable.

Aceptar este lenguaje como veraz sería tan temerario como reconocer la hipótesis Sapir‑Whorf, según la cual toda lengua conlleva una visión específica de la realidad y que, por tanto, determina al pensamiento.
Si así fuera, el lenguaje corregiría las mentalidades y cambiaría la realidad. Por esta vía nosotros, las minorías, obtendríamos la prosperidad, con un simple: “Háganse los derechos civiles” de uno de los miembros del Olimpo izquierdoso de nuestra era.

No trataré aquí la perífrasis abstracta que propone el eufemismo para lograr que el despedido (botado) acepte su nuevo estatus social, casi con una sonrisa y un “gracias”, cuando se lo disfrazan con reajuste laboral; o de la frase políticamente correcta, no. La corrección política en la que chocan frontalmente dos principios fundamentales de la lingüística: la arbitrariedad del signo y la distinción entre lengua y habla, tampoco es lo que atañe ahora. Esto es harina de otro costal. Me refiero a algo mucho más subliminal, más torpe y menos sensible. Hablo de un lenguaje urdido, diseñado y preparado en gabinetes, centros de información y propaganda; un lenguaje que se factura en los medios y se esparce a través de las agencias de prensa. Es algo que va más allá de la simple retórica acompañada de gestos y escudada por la grandilocuencia dramática y los lugares comunes; aquí subyace una voluntad ideológica que sirve más de un propósito.

Cuando de la noche a la mañana escuchamos llamar ''desposeídos'' a los pobres; como si alguien les hubiese quitado lo que les pertenecía, lo que oímos es un eco, es: “el lenguaje del socialismo del siglo XXI”. Y digo eco, porque se trata de un deja vue. Es un fenómeno que da vueltas en la historia con pocas señales de desaparición. Hace aproximadamente 46 años Fidel Castro impresionó a las masas con su ya lapidaria ''Patria o Muerte'', una frase que, no por coincidencia, suena a calco del lema de los falangistas europeos: ''Viva la Muerte''. ¿Qué es esto Fidel, el culto a la guadaña o el neofascismo a la caribeña?

Llama la atención observar como ahora el transporte ineficaz, lo es menos si a Hugo Chávez se le antoja decir que el sistema automotor ha “colapsado”, como si el verbo colapsar fuera un atenuante del caos. A los medios de transporte los ha convertido en “unidades”; lo que hasta hace poco era súper, lo califica ahora como “mega” y a cualquier cambio lo bautiza “proceso”. ¿Será por la lentitud a que están condenados?
Cuando Rafael Correa habla de “soluciones inconclusas” en su propuesta de “Revolución ciudadana para volver a la patria”, ¿qué es lo que cree? ¿Qué los ecuatorianos se están chupando el dedo? “La política de la alegría y la esperanza de la juventud” que mencionó en Quito en su “Discurso de Lanzamiento Alianza País”, se acerca más al slogan propagandístico de una crema para las arrugas que a una propuesta seria. La patria a la que invita Correa es una “Patria altiva y soberana”. ¿Acunará en su seno a todos los ecuatorianos?

Más al sur Evo Morales coquetea con los abanderados del “giro a la izquierda” de América Latina. No podemos negar que el abanico semántico se abre en Bolivia y propone nuevas lecturas. Cuando Evo dice “Los recursos naturales no se pueden privatizar porque son propiedad del pueblo y el pueblo es la voz de Dios”. ¡Ay, Dios mío! Aquí sí que hay tela que cortar. Para empezar, ¿qué hace aquí la izquierda? Ningún indígena necesita ni a Marx ni a Lenin para darse cuenta de que es explotado. En la cosmología aymara no se concibe la Naturaleza como blanco de explotación. La Naturaleza en el vocabulario indígena es “la tierra” y ésta no debe ni puede medirse o venderse por metros cuadrados. La tierra es un vocablo cargado de sentidos, que toca un poder casi divino y escapa a la matriz colonial del poder, al racismo, la violencia, el sufrimiento y la explotación. En la cosmología occidental, después de la revolución industrial, el agua y los hidrocarburos se convirtieron en “mercancías”. Para los indígenas de América los recursos naturales, son derechos de las personas que habitan en y son habitadas por la Naturaleza. Me pregunto si Evo será capaz de adaptar este lenguaje a la jerga del socialismo del siglo XXI para complacer a Huguito.

El socialismo del siglo XXI, en su esfuerzo por tropezar una y otra vez con la misma piedra, no solo nacionaliza empresas, destruye la propiedad privada, manipula monedas, controla precios, distorsiona mercados, ideologiza la educación, insulta a la religión y concentra poderes, sino que elimina cualquier posibilidad de estado de derecho. Pero algo más que quemar banderas y mentarle la madre a los policías, requiere el mundo para cambiar. El carnaval sin sentido que hace admirable la brutalidad y donde al que mata es al que se le "respeta", parece ser el “modus operandis” del socialismo del siglo XXI. Tanto libro, tanta labia, tanta estupidez para terminar tirando piedras, balas y bombas; y luego llorar como nenas por las aceras, porque les devolvieron lo mismo, pero sin piedras. Hay que ser muy infantil para creer que una pedrada puede cambiar algo. Igual sucede con una porción considerable de seguidores del Islam que considera la "jihad" una guerra santa y legítima.

A la humanidad le costó cien millones de muertos el venerado socialismo del siglo XX que retrasó a todos los países que lo padecieron en el terreno económico y condenó a muchos millones más a una muerte lenta pero segura, bajo el terror de la represión, el hambre, las carestías perpetuas, la sequedad intelectual y el aislamiento cultural. Cuando cayó el telón en la Europa del Este, dejó a la vista del mundo los resultados del socialismo real, es decir, la resonancia del poder en manos del Estado. “El Estado es el lugar donde a la muerte lenta del hombre le llaman vida”, dijo un pensador del siglo XIX. Lenin, Stalin, Mao, Pol Pot y Adolfo Hitler se encargaron de darle la razón el siglo siguiente. Y para que no olvidemos esta lección, supongo que una vez sembrado el cadáver insepulto de los cubanos, cuando por fin caiga el telón en la isla, las cifras del régimen en muertos, encarcelados y exiliados, harán proponer la canonización de Pinochet. ¿Será que los sudamericanos somos políticamente tan timoratos como para atrevernos a resucitar tal infamia en el siglo XXI?

Solo tendríamos que echar un vistazo a las dos Alemanias, las dos Coreas, Tailandia, Indochina, Birmania y mirar con atención a las dos Europas, para descubrir países en los que el árbol del progreso y el bienestar se resiste a dar frutos, aplastado como está por la hoz, perdón, coz del monstruo de cachuchita roja. No existe en la historia de la humanidad un solo modelo socialista que haya logrado el milagro de sacar a sus habitantes de la pobreza, que haya hecho avanzar a la ciencia y a la tecnología y, ni se hable aquí de haberle ofrecido libertad de creatividad a sus científicos, ingenieros o artistas.

En tiempos en que Norteamérica y Asia Oriental se aproximan al liberalismo, en América Latina los marxistas encarnizados forman un coro desafinado con los mercantilistas más cavernícolas de la región para denunciar, como noticia de último minuto, que el “neoliberalismo” y el libre mercado son los causantes de todos los males, ignorando que la pobreza existía antes de la aparición del cacareado “neoliberalismo”.

En tal perspectiva, el mundo actual se mueve al ritmo de un discurso neofascista cargado de alusiones y entredichos; de un derroche verbal que dice muy poco y provoca, cuando no el desconcierto, un asombro ingenuo que le otorga a sus emisores una facultad superior de inteligencia. Llamemos las cosas por su nombre. No se trata ni de exigir más hechos y menos palabras, ni de aceptar como inteligente un comercio verbal acomodaticio. Se trata de no adulterar el lenguaje, pues la verdad no requiere de muchas palabras. Tuve un profesor de historia que tenía un modo especial de explicar las cosas. Un día tomó mis brazos y los extendió en cruz ―como los de Jesucristo―, y mientras los empujaba hacia atrás me decía: “las extremas cuando son muy extremas, al final se juntan”. Y era verdad, porque cuando terminó la frase, ya mi mano derecha había tocado la izquierda y estaban en posición de aplauso; por detrás, claro.

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