viernes, 3 de abril de 2009

CON LAS MANOS EN LA MESA Por: Elsa J. Varela

Le ofrecí la mano pero dudó, y sonriendo apuntó: «Es que… quien da la mano, da lo mejor de sí» Por eso precisamente le ofrezco la mía, le dije. Y extendiendo la suya, dijo: «Entonces, juntemos a las dos mejores desconocidas». Así conocí a Zunilda, «Zuny, para los que me quieren»; una emigrante colombiana de manos muy pequeñitas, que llegó a Nueva York a mediados de los 70.
Comenzó a trabajar maquillando muertos en el Bronx, me dijo. Que fue un poco difícil al principio, pero «…a todo se acostumbra uno, niña, hasta a la muerte”. Al parecer hizo de todo “apretando botones”. Porque según ella, en este país no se utilizan las manos completas para casi nada, que el índice y el pulgar son las varitas mágicas del quehacer de nuestro tiempo y agrega juguetona: «Para sacar dinero del ATM, con un solo dedito basta; un dedo para hablar por el celular, uno para el elevador y con otro en el mouse, la Internet nos lleva de viaje a sitios inverosímiles. Entonces me habló de la diferencia. Porque Zuny asegura que sólo hay dos clases de trabajadores: los aprieta-botones y los artesanos, es decir, los creadores. «…pero eso de apretar botones, mi hijita, cansa» Le pregunté qué era lo que había apretado tantas veces que le despertó la creatividad, y me respondió que el fracaso. «Me cansé de fracasar haciendo cosas mecánicas». Que trabajó en una fábrica de juguetes, donde tenía que meter las cabezas de las muñecas en un horno gigantesco; pero como era una neófita, apretó el botón equivocado y el horno se abrió y le quemó todas las pestañas. También me confesó que había hecho chalecos salvavidas para aviones, que había empacado carne y montado espejitos, pero todo utilizando, cuando más, dos dedos; es decir, apretando botones.
Ya Zuny temía que sus manos se atrofiaran por desuso, cuando le dieron trabajo en una joyería. Sintió que tocaba el cielo con las manos. «Allí pude darle rienda suelta a este par, porque, usted sabe, siempre he tenido unas manos muy inquietas. En la joyería que era una especie de tienda-taller donde se elaboraban piezas de bisutería, accesorios para tiendas grandes como Macy’s, Bloomingdale’s, etc., aprendió de todo. Zuny veía a aquellas mujeres adornando correas, pintando zapatos, haciendo collares, decorando sombreros y todo eso le llamaba muchísimo la atención, le picaban las manos, según ella.
Aprendió a usar los alicates planos, los circulares; ésos que le dan la vuelta a las argollitas de los collares; los distintos tipos de tijeras y alfileres. Se hizo diestra en la inserción de los eye-pin, que son los alfileres de ojo y los otros, los head-pins; o sea, los de cabeza. También manejó los corta-alambres y todo tipo de cerraduras y pegamentos; montó piedras semipreciosas y, de vez en cuando, se atrevió a hacer piezas para su uso personal que, para su sorpresa, despertaban la admiración del público.. «Así que cuando me jubilé preferí quedarme con las manos en la mesa; poco a poco compré mis herramientas, monté mi propio tallercito y me dediqué a la bisutería».
Ahora hace trabajos por encargo: réplicas de piezas antiguas, tiaras, prendedores, argollas, diademas, peinetas, de todo. Trabaja con cuarzo, cuero, metal, plástico, cristal, madera, semillas y barro. Los clientes dejan todo en sus manos, van a su taller con fotografías y recomendaciones específicas: «Mira, Zuny, ¿ves esta pieza? Yo la quiero igualita, pero no en metal, házmela a mí en madera y semillas»
Comprendí sus palabras iniciales. ―Porque si usted se pone a ver, me dijo, las cosas más importantes y las más terribles, tienen que ver con nuestras manos. Según Miguel Hernández, las manos son las herramientas del alma, comenté yo, como para congraciarme con ella. Pero enseguida me dijo que ella no sabía quién era ése; e insistió en que lo mejor que tenemos son las manos, porque para ser hipócritas, las besamos; y para rogar, las juntamos. ―Pero también somos capaces de ponerlas al fuego por un amigo―, acoté yo. Y de inmediato se apresuró a ripostar: «Pero también nos delatan. No en balde lo descubren a uno cuando se las leen: son nuestro diario más íntimo». Es cierto, le dije, y ya sin saber dónde poner las mías, agregué: O las ponemos a bailar para despedirnos. «Ah, sí; y hacemos con ellas la señal de la cruz, pero después nos las lavamos, como Pilatos». Entonces, como para buscarle la lengua, le advertí que lo peor que podía sucederle a uno era que lo pillaran con las manos en la masa. Me dio una palmadita en el hombro y me dijo: «No, no, pero hay una peor que esa» ¿Peor, cuál? Le pregunté intrigada. «Ah, cuando nos dicen: “Arriba las manos” y nos quitan todo; como me pasó a mí no hace mucho. Y lo que más me duele es que la mano de piezas que me quitaron eran piezas únicas y legítimas, hechas por mí, con todos los dedos de mis manos».

2 comentarios:

  1. muy bueno, muy bueno... a veces uno no repara en esas cosas y hacerlo es cosa que una poetisa como tu --es decir, una comunicadora eficiente-- debe hacer cada vez que pone sus diez dedos en el teclado para sacudirnos con la verdad

    ResponderEliminar
  2. Divertido prima, e interesante. Me gusto mucho eso de que las manos son la ventana del alma... Cuantas veces no les damos la importancia que merecen y las despreciamos negandoles la posibilidad de ser creativas y creadoras...

    ResponderEliminar